miércoles, 11 de agosto de 2010

LA PATRIA WICHI

DE UNA ARGENTINA A OTRA

Aquí estoy, en medio del monte salteño, rodeada de mosquitos y mucho, mucho calor, escribiendo estas líneas, a pesar del cansancio y la falta de luz. Por suerte, la luna y las estrellas, tan enormes en este lugar olvidado, compensan cualquier incomodidad y hacen de este sitio, les diría, el más bello del planeta.







En realidad, hace ya tres años que estos amigos misioneros vienen a Salta. Y digo amigos porque estos jóvenes buscaron que fuera ése el nombre del grupo, el que definiera el verdadero fin y principio de su trabajo. Ser Kalayi, que en lengua wichi significa amigo.






Susana, religiosa y médica, muy inquieta, junto con varias alumnas avanzadas de un colegio de Bella Vista emprendieron el primer viaje en el verano de 1995. Llegaron a una pequeña ciudad llamada Santa Victoria, que para ese entonces sufría especialmente los estragos del cólera. Y fueron las monjas, verdaderos pilares de esta ciudad, las que les recomendaron que, para el año siguiente, se trasladaran hasta una comunidad alejada unos sesenta kilómetros de allí. Sesenta kilómetros en pleno monte son algo más de cuatro horas de camión, por huellas apenas reconocibles entre la vegetación. Los aborígenes de esa comunidad hacía ya mucho que no recibían ayuda. En 1996, y con algunos integrantes nuevos, llegaron por primera vez a Las Vertientes. Hoy somos veinte los que formamos parte de este grupo de amigos. No todos somos tan jóvenes.






El viaje no es fácil: los 260 kilómetros que separan Tartagal y Las Vertientes deben hacerse en camión, soportando más de 50 grados a pleno sol. Sin embargo, es gracioso cómo se olvida de un plumazo tanto cansancio, sed y calor al verte de repente rodeada de chicos, las caras sonrientes y sucias, los pies descalzos, llamándote, como pueden, por tu nombre.






No son los chicos los únicos que te esperan. Los adultos también, aunque son más tímidos, especialmente las mujeres. Se quedan lejos, los bebes colgando de unos trapos, casi constantemente con la teta afuera, dándoles de mamar. Santa teta, pienso. Si no fuera por ella, cuántos no sobrevivirían los primeros meses.






Más de una vez me cuestioné si no los estábamos invadiendo. Pero cuando vuelvo a Buenos Aires recuerdo las caritas tristes de la partida y comprendo que ellos nos quieren tanto como nosotros a ellos, que nos extrañan y que disfrutan de este huracán blanco tanto como nosotros disfrutamos del sosiego aborigen.






Aunque es árido y pobre, la belleza de Las Vertientes la hace su gente, aborígenes wichi. Convive con ellos un único criollo, Adán, que tiene una especie de comercio. No se lo puede llamar de otra manera: una construcción de adobe de dos por dos, repleta de bolsas de harina, azúcar, latas de conservas y alguna gaseosa fresca (jamás fría, porque no hay heladera).






Es bello, también, por los inmensos algarrobos, que no sólo sirven de reparo, porque tienen copas anchas y bajas, sino que entregan sus frutos, unas vainas que los wichis desecan, muelen en un mortero y usan como su principal alimento. El idioma es cadencioso, casi un susurro. Hablan muy bajito y nos cuesta entenderlos. Realmente llegué a alarmarme por lo atrofiado que debemos tener el oído nosotros, los blancos o sulúes (como me dicen a mí, y que significa gringa). Ellos escuchan la intensidad del viento, las abejas que están buscando un nuevo sitio para morar, porque algún recolector de miel les destruyó el panal.






No saben la cantidad de veces que recordé mi risa soberbia, de porteña, cuando algún extranjero me preguntaba si había indios en la Argentina.






-¿Indios? ¿A vos te parece que nosotros vamos cabalgando por la pampa con una pluma en la cabeza y haciendo señales de humo? Mirá, esto es la Argentina, la calle Corrientes, el Obelisco, el Parque de la Costa.






Les juro que mastiqué cada una de esas palabras junto con la tierra que vuela todo el tiempo, tratando de conciliar mi Argentina, mis costumbres de blanca, mi idioma, mi panza llena, con esta ¿otra? Argentina, donde hay indios- aborígenes- que casi no hablan castellano (las mujeres mucho menos que los hombres), que tienen hambre (antes no tenían) y que se ven obligados a cambiar sus costumbres para subsistir. Todos debemos cambiar, eso lo sabemos. Pero, ¿cambiar significa siempre perder, olvidar?






Son muchas las necesidades y pocos los recursos con los que contamos. También es importante la forma de ayudar. No es ir y dar, sino enseñar a pescar. Pero es fácil decirlo y difícil cumplirlo. Claro, no es sencillo para nosotros comprender tanta marginación. Porque no sólo son pobres, sino que además son aborígenes, lo cual los pone al final de la lista. Son los más olvidados de los olvidados.






Habíamos realizado un proyecto para la compra de herramientas, que es algo que ellos pidieron especialmente. Decidimos que lo más equitativo sería repartir un juego de herramientas (pala, hacha, machete y balde) por casa, porque ellos no tienen el sentido de familia unitaria, como nosotros, sino que se manejan como clanes, y uno nunca termina de saber exactamente quiénes forman el núcleo familiar. Calculamos unas herramientas de más, por las dudas. Fue justamente esto, cómo repartir el excedente, el desencadenante del gran conflicto del viaje. El otro problema fue la entrega de ropa. Problema y error. El tema es que planificamos la entrega de ropa como una gran feria americana, donde un representante de la familia pudiera elegir las prendas para los suyos, según talle y edad. Sobraron algunas prendas (cosas que ellos no usan, como lana, minifaldas, pantalones de mujer) e, ingenuamente, las guardamos para mandar a otra comunidad.






Esa tarde fuimos a ver al cacique y lo encontramos furioso.






Ustedes mentirosos. Ser como todos. Decir amigos y después no ser amigos. Compadre, compadre y después no más compadre. Todos los blancos mentirosos -gritaba el cacique Alberto Pérez, mientras golpeaba el suelo con un palo y hablaba mitad en wichi, mitad en castellano. Ante nuestro asombro, él seguía vociferando-. Ustedes traer herramientas, traer ropa, traer medicina. Ustedes mostrar y después dar a otros. Siempre a otros. Cuando nosotros pedir a otros, ellos no dan. Pedimos ropa, pedimos comida, ellos no dan. Nosotros pedir a La Paz y ellos no dan. Venganza... Venganza... Si ustedes quieren ir, pueden ir. No quedar acá, en Vertientes.






Desgraciadamente muchas de las cosas eran ciertas. Por ejemplo, la comunidad, hasta hace no tantos años, iba a buscar agua al río Pilcomayo, lodoso, contaminado y a más o menos un kilómetro. Lograron que les pusieran una bomba manual para toda la comunidad, que es la que funciona ahora, y un molino. Pero parece que siempre hay un pero a la hora de ser generosos. Les mandaron un molino experimental, que en lugar de tener las aspas verticales como todos los molinos, las tiene horizontales. Por supuesto que no funcionó y allí está, un mamotreto inútil.






Decidimos citar al día siguiente a toda la comunidad, para pedir disculpas por el error cometido y decir que no éramos un organismo del gobierno, sino tan sólo un grupo de amigos que habíamos ido allí como eso. Fue increíble esa reunión.






Como a las once de la mañana tocamos la campana del colegio y después nos sentamos a esperar. Fueron llegando de a poco. Las mujeres y bebes de un lado, los chicos por todas partes y los hombres de a grupitos, por otro. Al rato largo, casi una hora después, llegó el cacique. Para nuestra sorpresa se sentó con nosotros, como enfrentando a la comunidad. Mientras una de las chicas hablaba y explicaba lo que pensábamos decirles, el cacique removía enérgicamente la tierra. Al rato habló él. Se lo notaba enojado, pero a pesar del enojo se expresaba en un susurro, ininteligible para nosotros, pero que para los de enfrente, sentados mucho más lejos, era perfectamente claro. A veces me parece que no sólo oyen con el oído, que todo el cuerpo percibe el sonido. Es Alfredo, el agente de salud, el que se levanta, intercambia unas palabras con el cacique y nos traduce: -Dice el cacique que ya es viejo, que pronto ya no va a estar y que son los jóvenes, los que se quedan, los que deben elegir. Y los jóvenes dicen que no quieren guerra. Que ellos quieren estar bien, ser amigos, compartir y aprender cosas nuevas. Ya no más peleas, ya no más guerras. Amigos.






Creo que nunca voy a olvidar el aplauso final de ese encuentro. Nos pudimos entender, seguir adelante en este encuentro tan difícil entre dos culturas.






Palpamos de cerca la necesidad de tener aunque más no fuera la manga de una camisa, pero que esa manga fuera propia. Comprendimos que tal vez para nosotros es importante que el pantalón entre. Para ellos, si no entra no importa, se usa de frazada, de soga o de tela para tapar una gotera. Lo importante es que por una vez eso llegó, es para ellos y de ellos.






Tal vez sea más fácil entender esta actitud belicosa del cacique si rescatamos un poco de la historia de este pueblo. Nos costó mucho que nos la contaran. Tal vez porque mucha de esa historia está perdida. Tal vez porque los anglicanos, que fueron los que enseñaron la palabra de Dios por esta zona, proponían olvidar las creencias y costumbres del pasado. Intentamos acercarnos a los más ancianos para que nos contaran algo de los antiguos, pero la mayoría se rehusaba. Por suerte, Andrés, que está a cargo del comedor escolar, prometió contarnos lo poco que recuerda, según se lo relató su abuelo. Su abuelo llegó a tener 110 años y murió hace apenas diez. Fue el más viejo de la comunidad.






-Me contó mi abuelo que había guerra entre los wichis y entre los chorotes y los chulupíes, y que peleaban por la tierra. Y venían luchando, luchando por todas partes. Los wichis eran los más fuertes. Y entonces venían desde Paraguay. Los wichis mataban y mataban hasta que casi acaban con los chulupíes. Cruzaron el río... se vistieron con cuero de oso. Con eso no hundía flecha. Pero los chulupíes no tenían eso... Las flechas eran de palo cruz, palo santo también. Sin metal. Los arcos eran de madera y de piola, entonces las flechas iban cien metros o más.Los chulupíes usaban pura flecha sin arco, con la mano, nomás. Por eso nosotros nos quedamos acá. Era de chulupíes esta tierra...






Los wichis se asentaron como comunidad sólo hace algunos años, con el advenimiento de los anglicanos. Antes eran clanes familiares, que vivían como nómadas, de la caza, la pesca y la recolección de frutos. Peleaban entre ellos y con otras tribus de la zona. No sabemos si adoraban a alguna divinidad. Parecería que ésa sí es una información definitivamente prohibida u olvidada. Sí nos contaron que los antiguos hacían bailes para llamar a la lluvia en épocas de grandes sequías, bastante usuales en esta zona. Y también, todos los años, se preparaban grandes fogatas cerca del río Pilcomayo, se asaba pescado y los hombres se quitaban la ropa y bailaban alrededor del fuego en agradecimiento por la buena pesca.






Actualmente son profundamente cristianos. Anglicanos, para ser más precisos. El pastor, Manuel, es el encargado del culto de todas las mañanas. Tiene una Biblia en wichi y una o dos veces por semana llegan los pastores itinerantes, que recorren la zona en bicicleta y ofician misa en el pequeño templo de adobe, apenas iluminado por una vela o una lata de querosén con una mecha. A estas misas asisten especialmente los niños, porque estos pastores, con sus guitarras, los invitan a cantar canciones y alabanzas al Señor. Es increíble escucharlos. Ellos, habitualmente tan callados, despliegan aquí todo el caudal de su voz.






La evangelización trajo como consecuencia una vida mucho más sedentaria. También se acata la abstinencia completa de alcohol (antes fabricaban una bebida derivada de la algarroba, fermentada al sol, que se llama aloja) y, en lo posible, la prohibición de fumar. Pero la negación de todo lo antiguo hizo que también perdieran valores importantísimos, como el conocimiento de plantas medicinales, métodos anticonceptivos (antiguamente las mujeres no tenían hijos hasta los 18 años; ahora, hay mamás de 12). Perdieron la identidad de la cultura wichi y con ella, su historia.






La llegada de los criollos también dificultó la vida de los aborígenes. Antes, cuando mermaban la cantidad de frutos y la caza, se trasladaban hacia otro lado. Ahora, los cercos hacen que se complique la recolección de alimento y de materia prima para sus artesanías. Por ejemplo, ellos fabrican artesanías de una planta que se llama chaguar. Dejan secar sus hojas y de allí sacan las fibras con las que fabrican el hilo para tejer yicas (bolsos), sombreros y cinturones. El chaguar ya no se encuentra en los alrededores y debe ser traído en camión, con el consiguiente costo y demora que esto implica.






El ganado criollo es otro de los problemas. Se alimenta de los mismos frutos que los aborígenes. Ecuación fácil: si se alimenta el ganado, no se alimentan ellos. Los productores ganaderos tienen más ganado del que pueden mantener. Entonces lo sueltan para que busque su alimento en libertad.






La pesca tampoco es lo más recomendable, ya que al estar contaminado el río está contaminado el pescado. Y la caza tampoco es sencilla, porque los animales se van alejando cada vez más de los poblados. Andrés nos contó que antiguamente cazaban mucho.






-Mi abuelo encontraba cantidad de iguanas. Iguana en wichi es aslou, asuenaj es tatú, chesnoj es quirquincho, mahuo es zorro. Hay un zorro más hermoso, el lobo, todo negro, pero más grande. León... Había leones. Ahora todavía hay, pero lejos, en el monte grande. En el monte, cerca de Tartagal, hay osos hormigueros, también. Osos grandes, malos... La piel de ese oso es la que usaban los antiguos.






Pero, hoy por hoy, la mayor dificultad es el agua. El Pilcomayo está contaminado. Tienen una sola bomba manual para toda la comunidad. En consecuencia, es casi imposible regar, lo que hace que sea dificultoso que prosperen las huertas. Y cuando falta el agua, falta la higiene. De verdad que están sucios. No sólo porque el polvo vuela y vuela y es imposible estar limpio. También porque lavarse implicaría buscar aún mucha más agua de la bomba, que a algunos les queda a varias cuadras de distancia.






Muchas de las enfermedades, especialmente de la piel, son producto de la no higiene y de la convivencia con animales (chanchos, por ejemplo, que viven alrededor de las casas, casi como si fueran perros). Nosotros trabajamos especialmente sobre la conciencia de limpieza. Todos los días, a la hora de la leche, les enseñábamos a lavarse las manos y la cara antes de comer.






También organizamos una obra de títeres para hablar de higiene y agua. Era la historia de un puerco espín que no podía jugar con sus amigos porque estaba enfermo. Para curarse debía tomar agua con sales para la diarrea, ponerse paños fríos en la frente para la fiebre, lavarse las manos y la cara, y desinfectarse con agua y jabón las heridas del cuerpo. Tendrían que ver las caritas, no sólo de los chicos, sino también de las madres, integrándose con la historia y las canciones sobre el agua que habíamos inventado.






Otro momento de gran comunión entre nuestro grupo y la comunidad fue el día de la gran despiojada, gran. Los chicos tenían piojos grandes y negros. En un momento tuvimos miedo de que los chicos se asustaran con todo el lío de lavarles la cabeza, ponerles el producto y después pasarles el peine fino. Pero como tantas veces en esta loca expedición, nos equivocamos. No sólo accedieron, sino que se quedaban quietos, algunos querían pasar más de una vez y se quedaban atónitos, literalmente, cuando veían la cantidad de bichos negros que salían.






Las casas son en su mayoría de ramas, muy pequeñas y sin ventanas. Algunas son de adobe pegado a las maderas. Sólo el templo, el puesto sanitario y el almacencito de Adán son de ladrillo de adobe. Por supuesto que nadie (o muy pocos) tiene letrina. En esas casas viven a veces familias de hasta diez o doce personas, durmiendo de a seis u ocho en un mismo catre. Los otros, en el piso, supongo. Recuerdo un día que fuimos a ver a una de las más viejitas de la comunidad, Teresa. No sé qué edad tendrá, pero ya está muy vencida, le duelen las articulaciones y la cadera, y no habla ni una palabra en castellano. Ahí la encontramos, sentada en el suelo de su chocita, comiendo algo en su platito hecho de media calabaza, rodeada de perritos que le sacaban el bocado de las manos.






-Ahi-taj (duele) -nos dijo cuando nos vio, mostrándonos las rodillas. También ella es una gran mimosa y disfrutó de los masajes que le hicimos. Me encantaron esos momentos. Tantas cosas nos separaban: la edad, el idioma, la forma de vida, la cultura y, sin embargo, todo eso no hizo falta y hubo un instante en que nos pudimos comunicar. Con confianza y con respeto.






Tal vez la situación que más nos conmovió fue el día en que nos enteramos que había nacido un bebe con labio leporino. La madre no lo quería tener en brazos, la tía le tocaba la boca, desesperada, como queriendo poner los labios en su lugar, y la enfermera nos contaba que era el primer caso que se había dado en la comunidad. Le rogamos que llamara a la ambulancia por radio para llevárselo, junto con su madre, a Tartagal u otra ciudad, porque sin paladar no podía succionar para alimentarse. Lo vinieron a buscar, a la tardecita.






Otro pequeño error: el día de la entrega de ropa les dimos a cada familia un kilo de harina y otro de azúcar para que hicieran algo para compartir en una fiesta. ¡Qué ilusos! Hicieron algo, pero se lo comieron antes. Entonces, el día de la charla con el cacique, propusieron que lo que habíamos llevado para dejar en el comedor escolar lo usáramos esa noche en la fiesta para cocinarles nosotros a ellos.






Cargamos lo que teníamos: arroz, fideos, polenta y tres o cuatro cajitas de puré de tomates. Pusimos agua sobre el fuego para preparar el guiso-guiso, como lo llaman ellos. A mí me tocó cocinar y servir esa noche.






-Sulú... sulú -me decían, mientras me ponían el plato, la palangana, la cacerola, la tacita, la fuente o lo que tuvieran a mano. Saber que se llenaban la panza y que estaban felices fue muy bueno. Por el otro lado, les estaba sirviendo una comida que, de verdad, nosotros no comíamos. Me dolió toparme con mi propio límite y que ese límite no pasaba por dejar a mis hijas veinte días, ni viajar quince horas en camión con 50 grados, ni dormir a la intemperie sabiendo que había alacranes, serpientes o vinchucas. Mi límite es la dificultad de cambiar un derecho tan primordial y primario como comer lo que me gusta o lo que estoy acostumbrada a comer. Tal vez, necesitaba aferrarme a ese derecho porque necesitaba que algo de lo que siempre había sido quedara en pie en esos días, en donde tantas cosas de mi manera de ver el mundo, comunicarme con el otro, mis pensamientos, mis actitudes frente a la vida, habían hecho un vuelco. Un poco de mí ante tanto despojo. Aunque más no fuera, mi forma de comer.






Cómo ayudar


Kalayi es un grupo de jóvenes misioneros, muy pequeño y con muy poca infraestructura como para incluir mucha gente. Pero el que quiera colaborar hallará que son bien recibidas las donaciones de leche en polvo, alimentos no perecederos (no enlatados, porque no están acostumbrados a consumirlos), medicamentos, ropa y zapatillas de fútbol.






Las donaciones se pueden enviar al Colegio Santa Ethnea, de la Congregación de las Hermanas de la Misericordia, Gaspar Campos 881 (CP1661), Bella Vista; 666-0145, 668-2067 y 668-2067.













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